martes, abril 22, 2008

La utopía anarquista

Recorriendo librerías sin un cobre en los bolsillos – cosa habitual, casi mecánica – veo que Orhan Pamuk tituló a una de sus obras: Me llamo rojo.
Y como las asociaciones de ideas se cumplen de cuando en cuando, sosteniendo el libro de Pamuk, que tal vez nunca leeré, recordé aquellos fusiles que nos salían como escupitajos a mi padre y a mí por tratar de defender sus posturas.
Al final, e ignorando muchas cosas de lo que seguramente yo haya dicho, él sentenció: “Tu eres rojo”.
Me fui creyendo serlo. Pero al instante me dije que no lo era, tal vez porque no puedo ser algo que desconozco, o acaso ignore minuciosamente la historia como para pretender serlo.
No se puede ser lo que se ignora.
Mucho tiempo después, en otra conversación con un amigo que defendía posturas extremistas pero que me reflejaba el mosaico de pensamientos que el hombre puede tener, dije, quizá de forma irresponsable, ser un anarquista.
Tal vez el agua influyente del anarquismo borgeano discurrió por mis sienes.
Recordé al Borges pequeño cuyo padre lo llevó a la plaza y, señalando a la Iglesia le dijo: Fíjate bien, mira bien esos santuarios, porque dentro de poco ya no lo verás, como tampoco verás eso –el palacio de gobierno –.
Décadas después Borges diría: “Quizás yo sea un tranquilo, silencioso anarquista, que sueña en su casa con que desaparezcan los gobiernos. Descreo de las fronteras, y también de los países, ese mito tan peligroso. Sé que existen y espero que desaparezcan las diferencias angustiosas en el reparto de la riqueza. Ojalá algún día tengamos un mundo sin fronteras y sin injusticias”.
Luego imaginé la vida sin religión, sin gobiernos y, efectivamente, sin fronteras: el idealismo utópico inalcanzable.
Porque los sueños son esas realidades paralelas que mueren al volver a la vida.