martes, mayo 13, 2008

Seudocrónica

Fue un día olvidable para el lugar que nos acogió – entre tantos visitantes que abraza, tal vez quede la sospecha de no recordar a nadie –, pero perenne para la memoria sobrecogida de recuerdos, llena de desdichas y desventuras, de complacencia y encanto y, porque no, con ráfagas de alegría.
Tomamos El Huaralino – nuestros magros bolsillos universitarios así nos lo permite – que nos alejó de nuestra Lima la Horrible, como bien diría Sebastián Salazar Bondy, y nos enrumbamos kilómetros hacia el Norte.
El norte, sí, aquella palabra que refleja nuestro sino despresagiado, sin saber lo que nos destinará el azar: ignorando un porvenir errante.
Fue ahí donde nos dirigimos: Chancay, distrito de Huaral, 83 kilómetros tierra al Norte. Claro, tuvimos que flechar Pasamano: aquel serpentín indomable, cerril arenoso que se extiende cuesta arriba, guarida perfecta de donde se avizora el Pacífico, pies siempre besados por aguas indómitas, creador de vértigos alocados, culebra negra y movediza de vista aviónica, derrochador de neblinas fantasmales que, de cuando en cuando, procuran el fin de nuestra existencia.
Por unos minutos, nuestras vidas penden de las manos puestas al timón, brota la duda de saber que tal vez exista una dependencia tácita incluso de la vida más emancipada.
De pronto alguien nos despierta de nuestro aletargamiento reflexivo que nos procuró el mar. “Chancaaay” se escucha.
Bajamos y sentimos que el sol imprudente nos golpea el cuerpo. Cruzamos a la culebra negra e infinita y se acercan los choferes que nos señalan sus motos, autos, ticos, etc… (Los legendarios Castillos de Chancay están a unos pocos minutos de más viaje).
Tomamos una moto – nuestros magros bolsillos universitarios así nos lo permite – y, con una neblina de tierra, nos acercamos hacia los Castillos y las orillas del Pacífico.
Gracias a al bisnieta del virrey Amat, estos Castillos supieron crecer al tiempo, a la naturaleza, a la burocracia.
Sí, aquel Virrey que alguna vez enloqueció por Micaela Villegas, aquella muchachita que, de corta edad, tuvo que cargas con una docena de hermanos al estrado.
Por ratos, al contemplar estos Castillos, se tiene en la memoria no empírica el recuerdo de una época cruda, cargada de asesinatos institucionalizados siempre en nombre de ley religiosa pues por aquellos siglos abrir una puerta profana y distinta al pensamiento eclesiástico era la guillotina aplaudida, la parrillada humana que se festejaba en nombre de fe: la época de las ideas arrodilladas al orden medieval.
Por otros ratos, en cambio, nos recuerdan también a la fidelidad. A ese incondicionable caballero llamado El Cid que guarda una lealtad eterna.
Pagamos el recorrido guiado y subimos la pendiente castillesca para avizorar el mar.
Nos cuentan que estos Castillos han cobrado cierta reputación para los matrimonios.
Quizá exista cierto romanticismo para el ensogamiento al lado de estas torres.
De todas maneras, por estos Castillos de Chancay no debe existir envidia alguna por aquellos monumentos toledanos que reflejan lo vivido muchos siglos remotos.
El guía nos habla sobre la década del 40, tiempo en que se gestaron estas columnas armónicas y orgullo de la ciudad de Chancay.
Nos lleva acaso por recorridos interminables pero que guardan estrechez con lo bello, con lo admirable, con la majestuosidad.
Al salir, contemplamos nuevamente el mar y, como si fuera un acuerdo tácito, nos dirigimos a él.
Tocar sus aguas es tocar Historia.
Elevar el Pacífico entre las manos que se escurren por los dedos es tener el pasado como presente y querer siempre que nunca haya pasado.
Retumba la frase de un historiador que había afirmado: “Después de la Guerra con Chile, el Perú perdió la autoestima de país lleno de esplendor”.
Muchos veraneantes desclavan sus sombrillas para retornar a la rutina, a la monotonía que es la esclavitud de nuestros tiempos. Y, cosa paralela, nosotros, un grupo universitario, volvemos la vista atrás sin querer y nos encaminamos por las huellas dejadas al hacer camino.
Una vez más tomamos una moto – nuestros magros…- que nos lleve a la carretera principal.
Cosa curiosa: viene como agrandándose cada vez más El Huaralino que nos devolverá a Lima, la esperpéntica. Pero acaso la Capital sea una ciudad insustituible.
Paramos, subimos, apresura el rodar de las llantas y nosotros, con el corazón bajo los pies, sentimos, una vez más, el vértigo inmaculado de atravesar a la culebra negra que se mueve serpenteante.