domingo, octubre 12, 2008

El hombre del otro día

Lo veo reclamando, pidiendo a gritos, insultado y escupido. Donde vaya, pienso que su vehemencia y temeridad siempre harán que salga de los restaurantes a empujones.
Tal vez su locura no es otra cosa que la desdicha de saber que tenemos una programación posmoderna que no nos permite vislumbrar un eco, una llamada, el contacto, la conversación…

Por eso, cuando aquel hombre vuelva a ingresar a los locales públicos pedirá que se le apague el televisor, que bajen el volumen estridente de una canción sin sentido, que detengamos esa modorra pasiva que nos envuelve en un aletargamiento.
Y lo empujarán, dirán que es un loco de mierda, que: vete a tu casa viejo cojudo, anda conversa con tu madre, déjame ver mi partido viejoemierda…

Y él, acaso por querer ese calor humano anestesiado, seguirá pregonando por un minuto introspectivo y tal vez infinito, pues queda la sospecha de saber que esos segundos son los que realmente cuentan en la fulgurante carrera de nuestra vida efímera y fugaz.
O como bien dijo alguien por ahí: de una vida de 80 años, lo verdaderamente vivido se compone de, a lo mucho, unos vivificantes meses.

La televisión estará ahí, de repente ya inamovible.
Recuerdo cuando el padre de Mafalda le pregunta a su hija que está sentada frente al televisor apagado: “Pero, hija, porque miras el televisor apagado” Mafalda: “Es que he querido pensar un rato”.