jueves, octubre 23, 2008

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En un peregrinaje hacia la nada, sin destino alguno en el fondo, nos aventuramos a hablar sobre el proceso de creación. Él tenía la inmortal convicción de que nuestro destino está predestinado al talento que traíamos. Que, al nacer, concebimos la capacidad de explotar aquello que nos fue dado, que el escritor no será un gran escritor si no posee un talento innato, embrionario, otorgado por el azar de nuestros destinos que, sin embargo, muchos se van ignorando haber tenido alguno.

Le replicaba que, lanzado el ejemplo, el escritor se hace con la constancia sempiterna que procura la conducta, que nada tenemos al erupcionar a este mundo, que los logros son frutos encadenados de la perseverancia y la disciplina más allá que del utópico hecho de un talento genuino.

“No puede ser que Cien años de soledad haya sido escrito por alguien que solo le puso constancia, dedicación…”
Gabo aterrizó como ejemplo de talento congénito que solo los magos pueden concebir aquello que llamamos grandeza.
Si, los Cien años es una obra que alberga el poder inhumano de la genialidad y que es otorgado a aquellos que el azar decidió desde los albores de una existencia.
“Pero, tu sabes lo que Gabo tardó en crear esa obra” le repliqué “Le dijo a Mercedes – su esposa – que aquello le tomaría seis meses, pero tardó 18 disciplinados meses que solo la abnegada constancia puede ensayar”.

Como diría Tomas Eloy Martínez, Gabo tuvo – y tiene – la disciplina de monje hasta la última letra de Cien años…
Allan Poe decía que no existe la inspiración, que el proceso único de creación nace de la ebullición constante de la inteligencia.

Luego de caminar ignorando un punto fijo, acaso por la ocupación mental en esas eternas discrepancias, nos despedimos con la promesa de cambiar algunos libros.
Camino a casa, me fue imposible dejar de evocar aquello que recién había terminado. Y, tratando de entender una postura que refugiaba una dosis de romanticismo, concebí la idea de que el azar, con sus juegos arbitrarios de elección, quizá procuraba el talento eruptivo que marca, más que la disciplina y la constancia conjugadas, la determinante suerte de la grandeza o el simbólico consuelo de un buen intento.