sábado, marzo 13, 2010

Confesiones

Con el paso de los meses descubro que no he hecho nada, que de nada me servió la renuncia a la Casa de la Literatura y que la mentira me ha acompañado en estos días nefastos, crueles, olvidales y pasajeros. Cuando decidí escribir de cuando en cuando en este espacio lo que pretendí era dejar una huella que acaso para mi memoria obtusa tenga dificultades cuando me coja la nostalgia y no sepa qué recordar o, quizá para decir algo, tendría que refugiarme en un cinismo más. La mentira, sí. Tal vez sirvió para calmar unos ánimos embravecidos que quise nunca despertarlos. Y lo conseguí. Entonces los días transcurrieron sin que nadie se enterara de las visitas nocturnas, de las salidas desesperadas, de las presiones económicas que me cercaron sin que llegaran a dejarme sin aliento. Porque salí, como salí triunfal de dificultades anteriores sin despertar una mirada celosa, sin que nadie pegara el grito.

Y me reconforta saber que sigo en andadas que solo a mí me perjudican. Y que, como diría Ribeyro, el dolor aguza también el ingenio, cuando no mata. Y me reconforta también que no estoy muerto y que el ingenio y las ideas deben brotar como un batir alas de donde, por fin, tenga un norte claro y alcanzable, querible y anhelado, sacrificado y riguroso. Es ahí a donde apunto. Y es ahí donde el hecho de estar en una universidad no me va conducir. Porque descubro también con mayor certeza por estos días azules y este sol de la infancia - perdón, a veces viene Machado con sus últimos versos en su chaqueta - que todo lo aprendido en una escuela de Comunicaciones no será más que una suma de conceptos para dar un examen, para verse en el siguiente ciclo salvo y aprobado, para verse, una vez con los pies fuera de la guarida académica, con el cerebro limpio y celestial de cinco años cargados de naderías. La modorra y la indolencia, convertidas en pantallas donde la tertulia cibernética es la bandera de esta generación y los libros simples objetos que nos recuerdan al tedio, han confabulado para que la cultura sea un anacronismo, sea una malhumorada profesora de colegio, una vieja pidiendo limosna en la calle por donde pasamos con los emepetrés a todo volumen, desdeñándola, marginándola, ignorándola.

Me preocupa pensar en el periodismo. Pero, para ser más honestos, diré que esa preocupación es un eufemismo que se refugia en el temor. Sí. Porque ese oficio más hermoso del mundo -Gabo dixit- se emparenta con el riesgo, con la bravura de una marea donde debemos ser salmones que nadan a contracorriente. Por mi carácter a veces hosco e irascible debo admitir que el costo de mantenerme firme en el periodismo será doble, acaso por la dispersión y la falta de continuidad. Pero este oficio implica la temeridad puesta al servicio de la verdad y la necesidad de expresarlo todo, contarlo todo, leerlo todo. Es mi terapia, diría Woody Allen durante el rodaje de su película, cuando éstá en su elemento; es mi terapia, repito yo -cuando escribo, cuando, por unos instantes, soy irremplazable - al garabatear estas ideas que solo expresan confesiones de alguien que sigue el la búsqueda de aquella cosa inalcanzable y escurridiza: la felicidad.

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